Ariana vivía en un pueblo de pescadores. Cada temporada los hombres embarcaban hacia altamar, y las mujeres quedaban en casa orando a las ondinas, a las damas de las profundidades del mar, para que otorgaran una buena pesca y un mar en calma. Los niños pedían historias de sirenas, piratas y ondinas antes de dormir, y los jóvenes declaraban su amor en la playa, con la luna de testigo y la espuma limpiando sus huellas. El pueblo todo se debía al mar.
Pero Ariana no tenía padre por quién orar, madre que le contara historias de marinos perdidos en el canto de las sirenas, enamorado que le cantara a orillas del mar, ni niños a quien contar cuentos de bruma. Lo único que tenía, lo único que necesitaba, era el mar.
Bastaba que sintiera el viento salado en la piel, el agua en los pies, para sentirse en casa. Sabía pescar, arreglar redes, nadar como una sirena, leer las estrellas, entender al viento, sentía el mar en el alma como nadie.
Por todo ello, era una de las pocas, sino la única, joven marinera de todo el poblado (sabrán que antiguamente, las mujeres no solían navegar...cosa de supersticiones).
Aquella temporada comenzó una mañana helada y límpida. Cargaron redes, provisiones, y buenos deseos, y el Lucero, que era el nombre de la embarcación, la más grande del puerto, zarpó, henchidas las velas.
Ariana se encaramó en un mástil, con los ojos cerrados, el cabello ondeante al viento, sintiendo cómo el aire marino le daba la bienvenida.
En aquellos viajes que duraban meses, todos los hombres (y Ariana) trabajaban a la par. Era un barco enorme, y su capitán mantenía la disciplina entre los tripulantes, todos ellos con el corazón de sal, con agua de mar en las venas. Por ello era el mejor pesquero de la costa.
Aquel viaje particular, había comenzado tranquilo y prometedor. Por las noches, Ariana se tumbaba en cubierta, mirando el cielo azul profundo, inmenso, salpicado de estrellas, que le contaban historias como a nadie más, porque nadie las conocía más que Ariana, era como si las hubiese escuchado susurrando a su oído por toda la eternidad.
Solía cantar una canción, una melodía, en realidad, porque nunca le había conocido letra. Tan sólo sentía que la conocía desde siempre, antes incluso que su primer recuerdo. Y los marineros que la oían sonreían, porque Ariana sólo cantaba así en altamar, cuando se sentía en casa, cuando era feliz.

Aquella madrugada, la última en que se oyó la voz de la marinera en el Lucero, las olas rompían contra el casco, el viento abrazaba las velas, y ella estaba inquieta. No había ido a dormir al camarote, sentía que se ahogaba si no estaba en cubierta, esa noche más que nunca anhelaba espuma, sal, viento, mar.
Además, Ariana entendía los crujidos del barco y aquella noche , los maderos se quejaban como nunca. Las aguas estaban nerviosas y golpeaban la quilla como queriendo detenerla. La joven pescadora oteaba el aire, porque olía a ozono, y trataba de descubrir lo que la espuma le advertía.
Los marineros, aún tiempo después, seguían sin explicar como, ante un panorama calmo, supo ella que debía despertar a todos, alarmada, advirtiendo de la tormenta que se avecinaba.
En pocos minutos, toda la tripulación estaba en cubierta, bien despierta, como si fuera la tarde de pesca más atareada. Pero lo cierto es que nada extraño parecía acontecer en esas horas azules.
- Niña, Ariana, dama del mar - la llamó el capitán, que era como un tritón entre aquellos marineros, y como un padre para ella - hace varios meses que no estamos en altamar, y quizás te hayas precipitado. No parece avecinarse tal tormenta, como predices.
Pero Ariana, esta vez, no lo oía. El corazón le latía con cada azote que el viento daba a las velas, la sangre se le arremolinaba al ritmo del mar. Los hombres la miraban sorprendidos, mientras se encaramaba en la proa, como un vigía abriendo paso al Lucero en las oscuras aguas.
- Tanto mar la habrá vuelto loca - susurró uno, el más joven, que siempre la había adorado, y decía a todos que Ariana pertenecía al reino de las profundidades , que no era humana .
Pero nadie se movió, ni dijo nada, aunque todos comenzaron a inquietarse.
En un minuto, fue como si el barco quedara suspendido en la cresta de una ola. El mar calló, el viento amainó, y la inconfundible quietud precedente a la tormenta los aplastó. Un rayo cortó el cielo en dos, hasta el horizonte, al tiempo que Ariana gritaba ¡a sus puestos!.
Antes de que el fulgor desapareciera, los hombres se dispersaron para aprontar el barco. La lluvia arreció, el viento se huracanó, y las olas crecían a cada romper.
El mar se había enfurecido, y había que dejarse llevar. Las órdenes se perdían en el fragor del océano, y las sacudidas tumbaban a los hombres. Pero eran pescadores, aquellos marineros habían crecido con la marea, y ni aunque toda la sal y espuma se volcara sobre sus cabezas, podía empequeñecerse el espíritu de la tripulación.
Ariana saltaba ágilmente entre los postes asiendo las velas; las manos laboriosas se quemaban con las sogas que el viento se encaprichaba en enredar como si fueran los cabellos de una doncella.
El gran Lucero parecía una botella en el mar, azotado y a la deriva.
Los rayos cortaban el aire, iluminando fugazmente aquí y allá olas monstruosas y lluvia implacable, que lo cerraba todo como un cortinado de cristales.
Ariana se encontraba destrabando la vela principal, trepada al mástil mayor, sostenida sólo por sus piernas, blandiendo con una mano un cuchillo y con la otra tomada a la soga atascada.
Los marineros tampoco podrían explicar luego por qué el cielo desató esa noche su furia contra ellos, en la manera en que lo hizo.
Un rayo mortal asestó el mástil, que se quebró en dos como un junco seco. Ariana apenas notó lo sucedido, cuando ya se encontraba en el mar. El caos reinó en el Lucero, y los gritos de ¡hombre al agua! apenas eran audibles.
La tormenta era implacable, había hombres atrapados por la vela caida, heridos por el poste, aferrados con las uñas a los viejos maderos de la embarcación.
La joven dama del agua sentía la sal en los ojos y la boca, el agua en todo su cuerpo, inundándolo. Era imposible bracear en la marea ofuscada de aquella noche, y ni siquiera lo intentó; se dejó llevar. No distinguía nada a su alrededor, salvo cuando otro rayo partía la oscuridad; sólo allí podía ver al Lucero errante como un cascarón de nuez.
Ariana no se sentía cansada, no tenía miedo, no se sentía Ariana. En ese momento, solo era mar, su sangre era agua, con cada bocanada perdía oxígeno y respiraba sal, y su cabello era bruma marina. No nadaba, sólo era sacudida por las olas; flotaba, se hundía, Ariana sentía la furia del mar como propia; el corazón ya no le latía, no se sentía más presa de su cuerpo, Ariana había olvidado al Lucero, ya no era humana, y quizás nunca lo había sido. Era espuma; era sal; era viento; era mar.
El Lucero sobrevivió a la tormenta; fue rescatado a la mañana siguente por otra embarcación pesquera. Toda la tripulación estaba con vida, todos menos Ariana, cuyo cuerpo nunca hallaron.
Aquella feroz y memorable tormenta pasó a ser el cuento más oido por los niños de los pueblos costeros, antes de irse a dormir, y los hombres se encomendaban desde entonces, antes de zarpar, al espíritu de la valiente Ariana.
Yo fui parte de la tripulación del Lucero. No era entonces este viejo amante de las historias de mar, si no aquél muchacho más joven. Caí al agua en la tormenta, y me supieron muerto al hallarme. Recuerdo no haber sentido miedo en ningún momento, porque no estuve solo ni a la deriva. Ariana, que no pertenecía a este mundo, como bien yo siempre supe; Ariana, la dama del agua, la ondina de los pescadores, estuvo sosteniéndome, amarrando mi alma a mi cuerpo con un nudo infalible, mientras la tormenta arreciaba, cantándome al oído esa melodía azul, sin letra, que sólo cantaba en el mar, cuando era realmente feliz...