domingo, 11 de diciembre de 2011

Atrapados

Al insinuarse la mañana, 
En el café ahogará el sueño y un suspiro, 
El ruinoso coche rima con su propia miseria, 
Y en el retrovisor busca lo que una vez vió.
Tarde otra vez, y a la calle desterrado,
Náufrago en la ciudad que lo ignora, 
Y nada en el mar de su compasión, 
Es Odiseo el mendigo
Pero a él Penélope jamás lo esperó. 1

Atrapados en el pasado,
Quedaron sus deseos,
Los ojos blancos se volvieron de mirar atrás
Y no logró más que chocar con la realidad.

Yo te pido a ti,
Las mañanas contigo, 
Si esto será nuestro ayer
Recuérdame,
Pero no me atrapes,
Libérame.

Otra opaca tarde
Descuelga el teléfono que aúlla en el despacho
Tu padre envejeció ayer un año más, y preguntó por tí.
Tu hijo es un año más hombre, y tú no estuviste allí.
De regreso a casa el niño no lo esperó despierto, 
Y el padre no reconoce a quien le llama papá.
Los pretextos no han servido
Nunca creyó llegar a ser el Cronos
Que el amor ha perdido. 2

Atrapado en el presente
Descuidó sus deseos,
Los ojos ciegos se volvieron de no mirar
Y no logró más que ser olvidado y olvidar.

Yo te pido a ti,
Las tardes contigo,
Si este es nuestro ahora
Mírame
Pero no me atrapes, 
Libérame.

Al cerrarse la noche
Pulcra regresa, otro nombramiento en su buró
El contestador sin mensajes y el zaguán vacío.
Una sola copa celebra su cumpleaños
Otro aniversario solitario, 
Bebe mientras piensa, 
En qué rincón se perdieron los amigos
Es Ariadna sin ovillo 
En la puerta del laberinto.3

Atrapada en el futuro,
Sólo pensó en sus deseos,
Los los ojos cerrados de soñar
Y no logró más que despertar en soledad.

Yo te pido a ti,
Las noches contigo,
Si este es nuestro porvenir
Duérmete,
Pero no me atrapes,
Libérame.

Fiel esposa de Odiseo, a quien aguarda tejiendo un sudario de que desteje por las noches. Luego de 20 años, Odiseo regresa disfrazado de mendigo y se reencuentran.
2 Titán que armado con una hoz emascula a su padre Urano y devora a sus hijos por temor a ser suplantado en el trono. Es engañado por Rea, y su hijo Zeus consigue destronarlo.
3 Ariadna, la hija del rey de Creta, se enamora de Teseo y le entrega un ovillo que lo ayudaría a salir del laberinto tras haber dado muerte al Minotauro.

sábado, 10 de diciembre de 2011

La canción

Siempre es mucho, hasta para el tiempo,
Y desde entonces él venía andando,
De preguntas lleno y de certezas sediento,
Preguntaba a cada paso...hasta cuándo.

Viéndose a su suerte abandonado
Aquél día creyó hallar su final
Este es mi sino, pensó abatido,
Morir donde el cielo se roza con el mar.

Mas cuando de la playa alzó la vista,
Besada por la arena, dorada por el sol,
La brisa entre las olas parecía al bailar,
A la razón de sus pasos halló.

¿Eres un sueño? ¿Eres un deseo?
¿Eres de mis dudas las respuestas?
¿Eres el espejismo que en mi locura tejo?
¿O mi ilusión tú representas?

Mi nombre no ha sido dicho aún,
De esa duda siempre he sido presa.
Más dime, ¿quién eres tú?
Mi libertad está en tu respuesta.

Ella lo supo mientras él hablaba,
Junto a ella él halló su sino
Así fue como la música y la palabra,
Iniciaron juntos su camino.

Al recorrer el aire el rumor,
Y por el sonido verse abrumado,
Temeroso un gran señor,
El paso dejó cerrado.

Viéndoles llegar les dijo,
¿Quienes son? ¿Quien les ha enviado?
Sólo cumpliendo con lo que exijo,
Podrán cruzar al otro lado.

La palabra es quien te habla,
Largo tiempo mi rumbo he buscado,
La música es quién me acompaña,
Y quien el camino me ha mostrado.

Si tú eres quién dices ser,
Y ella de la melodía tiene el don,
Tu mi nombre has de conocer,
Y ella ha de deleitar mi corazón.

Él en su nombre tejió un verso,
Ella danzó con pasión,
Así fue como el gran silencio,
Fue cautivado por  la canción.

martes, 6 de diciembre de 2011

Quién

A la cima llega el que no pierde de vista el camino
A ver llega el que mira,
Y a mirar llega el que busca.

A saber llega el que pregunta.
A preguntarse llega el que duda,
Y a dudar llega el que no se conforma.

A acertar llega el que prueba
A probar llega el que se equivoca,
Y a equivocarse, el que se anima.

A la verdad llega el que la persigue,
La persigue quien la valora,
Y la valora el que no miente.

A viejo llega el que fue joven,
A joven llega el que fue niño,
y a niño, el que soñó.

A ser amado  llega el que ama,
A amar llega el que tiene amor,
y lo tiene quien se ha dejado querer.

A ser feliz llega quien rie,
Rie quien sabe qué es llorar,
Y llora el que se permite sentir.
 
A ser libre llega quien no teme,
No teme quien confía,
Y confía quien es justo.

A ser oido llega quien canta,
Canta quien tiene algo que decir,
Y dice el que es auténtico.

A término llega quien comienza,
Comienza el audaz,
Y es audaz quien se atreve a creer.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La esquela

Hoy de algún modo recordé un tiempo atrás.
Quizás fue el viento que devuelve palabras que alguna vez se llevó
o quizás es que hoy no tomé ningún consejo - no recordaba ya como se sentía desoir -
o que al pasar por el espejo vi un reflejo fugaz de quien me prometí ser alguna vez.

Cómo fue que acabamos atrapados de este lado del cristal, y no estoy donde la verbena.
Me pregunto, cada vez más a menudo, cuando temo que la lluvia me enrede el pelo de estrellas,
cuándo fue que dejé empolvarse la colección de amaneceres,
cuándo dejamos que lo efímero le gane a lo eterno,
si recuerdo haberme jurado nunca jamás dejar de perseguir el espejismo,
si recuerdo que prometimos no aprender nunca a caminar erguidos sin bailar.

Mirábamos siempre al diáfano espacio del futuro,
y el devenir nos traia sin cuidado, ¿te acuerdas de eso?
Hace tanto que no visito la buhardilla de los afanes, que el cerrojo se cubre de herrumbre
y la llave se escondió de mi egoísta presente.

Dime que has hecho, dime que no estás mal,
es más, dime que te sientes bien, y que no piensas en volver.
Que el aljibe del jardín secreto no se ha secado, 
que sigues ignorando las fronteras,
que sigues sin saber lo que es un contrato, y que nunca te ha importado.

Si respondes esta carta, o puedes llamarme, o visitarme en un sueño,
dime que el día que dijimos adiós sólo uno de los dos enfermó de seriedad,
que no has dejado de cantar, y que lo que algún día escribí sigue bailando en tu voz.

No he de ensombrecerte más, sólo un último pensamiento.
Ponte a cubierto de los sicarios de ilusiones, suelen andar disfrazados de olvido y gris.
Si mi abrazo de papel viaja de este presente oxidado a aquél pasado claro,
brinda a mi salud con el vino de la juventud,
y nunca, nunca, cometas el error que cometí
de creer que había llegado del camino, el fin.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Cuando Verónica dormía

Dormir se había convertido en su parte preferida del día. La cita esperada con su subconsciente la mantenía ansiosa, deseando que las horas pasaran, y, cuando se detenía a pensar a la luz, se sentía una niña con un gran secreto.
El "inconsciente" es curioso- pensaba mientras se metía a la cama- sabe Dios de dónde sacará lo que teje cada noche. Es curioso.... toma algo que la conciencia desecha, y lo deja deslizar en sueños...
Cerraba los ojos, y ahí estaba. Él, en el banco del parque, bajo el farol, sentado con las manos en el regazo, el rostro en la oscuridad, a excepción de la boca y la barbilla.
Los pasos de Verónica se oían retumbando en muros invisibles, toc toc, sobre el empedrado de adoquines.
Él se estremecía cuando la oía. Su boca de labios delgados, iluminada por el farol, se torcía en una sonrisa de bienvenida cada noche.
- Quisiera conocer tu rostro - dijo ella.
- Y yo tu nombre, pero no creo que debamos intentarlo. La última vez, no dormiste en tres días, y fueron tres días solitarios, silenciosos, sin el eco de los tacos en el adoquín, sin paseo, sin vos.
- Quisiera saber que de hallarte te reconocería- insistió.
- Lo sabremos.
Caminaban sin rumbo, sin pensar, sólo poniendo un talón delante del otro, deslizándose en el camino de adoquines que se extendía a cada paso que daban. Sin muros, sin más suelo que su sendero, sin techo, sin cielo, en medio de un aire negro y quieto, hasta que llegaban a donde fueran cada noche.
Llegaban al fondo del mar del que nunca habían sabido, a la cima de la colina que coronaba un pueblo del que nunca habían oído, a la cornisa de un rascacielos en una ciudad a la que nunca habían ido. A una nube, al desierto, a la niñez; habían viajado a todos lados, a todos los tiempos. Cada noche, el banco, la sonrisa, el farol, los adoquines y un viaje. Meses iban ya. Sin rostros, sin nombres. Sólo paseos.
La noche terminaba cuando sentían el viento. Cuando se daban cuenta del viento, la conciencia ganaba la puja, y Verónica abría los ojos en su cuarto, con el reloj despertador de un lado, y su marido del otro. Él, no. Él iba al banco de la plaza.

Verónica no durmió esa noche. Trabajó hasta tarde, y al ir a acostarse, ansiosa por el viaje que la aguardaba, ya imaginando el banco y el farol con los ojos abiertos, encontró a su marido tirado en el suelo. Lo internaron de urgencia para intervenirlo.
Tras la operación, en la sala, al lado de su esposo sedado, Verónica pensó en la cita.
En la penumbra intentó dormir, pero el café, la silla, y el olor a hospital se lo hacían difícil. Y su marido que cada tanto vociferaba ¡Verónica! ¡Verónica!, sumido en los restos de la anestesia, los calmantes, el tirón de la herida y el dolor, la arrancaba de la plaza y del empedrado de adoquines. Y ella lo tranquilizaba hablándole un rato al oído y sosteniéndole las manos para que no se arrancara las agujas con los aspavientos que hacía braceando en el sopor de los medicamentos.
Durmió la noche del alta.
La plaza estaba allí, el banco, el farol, los adoquines. Pero no estaba el rostro en la penumbra, no estaba la sonrisa de labios finos. Él, no estaba.
Sobre el banco, había un papel.
Verónica caminó oyendo el toc toc sordo y hueco de sus pasos, y leyó "sé tu nombre", pero al querer tomarlo, el papel voló. No sintió viento, así que no despertó, pero la hoja se escurría cada vez que quería darle alcance. Corría más rápido que el sendero que se iba iluminando ante ella, pero más lento que el papel, que se iba, y se iba....¡No! ... toc toc toc, y el papel se iba....¡No!
- Verónica, ¿estás bien?
- Sí, si. Un mal sueño - respondió respirando agitada-  ¿Te duele? ¿Necesitás algo?
- Duele, pero dejá, no pasa nada.
Verónica miró el despertador: en cinco minutos sonaría. Pero había quedado asustada con lo que había ocurrido, y no quiso volver a dormirse. Se levantó, y fue a la cocina.
Encendió el televisor para oir las noticias, como siempre, mientras bebía su café.
- ...  había sufrido severos golpes que le habían desfigurado el rostro al perder el control del coche, estrellandose con la luminaria del parque, murió tras varios meses de coma.... - Verónica sacaba la cafetera del fuego, mirando de reojo la pantalla. Pobre tipo - pensó - me había olvidado del accidente. Y ayer estuve en ese hospital...
- ... sorprendió al personal al despertar por un brevísimo lapso de tiempo, en el que lo único que atinó a hacer fue escribir algo en una papel que había al lado de su cama, y luego murió.... Verónica escuchaba a la periodista apoyada en la mesada, con su taza de café humenando.
La periodista blandía el dichoso papel, una servilleta de hospital, ante la cámara - se está intentando dar con el paradero de "Verónica", puesto que es lo último que el hombre hizo en vida....

-¿Verónica? ¿Estás bien? - preguntó desde la habitación su marido, al oir la taza de café estrellarse contra el suelo ... 

martes, 1 de noviembre de 2011

Espuma, sal, viento y mar.

Ariana vivía en un pueblo de pescadores. Cada temporada los hombres embarcaban hacia altamar, y las mujeres quedaban en casa orando a las ondinas, a las damas de las profundidades del mar, para que otorgaran una buena pesca y un mar en calma. Los niños pedían historias de sirenas, piratas y ondinas antes de dormir, y los jóvenes declaraban su amor en la playa, con la luna de testigo y la espuma limpiando sus huellas. El pueblo todo se debía al mar.
Pero Ariana no tenía padre por quién orar, madre que le contara historias de marinos perdidos en el canto de las sirenas, enamorado que le cantara a orillas del mar, ni niños a quien contar cuentos de bruma. Lo único que tenía, lo único que necesitaba, era el mar.
Bastaba que sintiera el viento salado en la piel, el agua en los pies, para sentirse en casa. Sabía pescar, arreglar redes, nadar como una sirena, leer las estrellas, entender al viento, sentía el mar en el alma como nadie. 
Por todo ello, era una de las pocas, sino la única, joven marinera de todo el poblado (sabrán que antiguamente, las mujeres no solían navegar...cosa de supersticiones).
Aquella temporada comenzó una mañana helada y límpida. Cargaron redes, provisiones, y buenos deseos, y el Lucero, que era el nombre de la embarcación, la más grande del puerto, zarpó, henchidas las velas.
Ariana se encaramó en un mástil, con los ojos cerrados, el cabello ondeante al viento, sintiendo cómo el aire marino le daba la bienvenida.
En aquellos viajes que duraban meses, todos los hombres (y Ariana) trabajaban a la par. Era un barco enorme, y su capitán mantenía la disciplina entre los tripulantes, todos ellos con el corazón de sal, con agua de mar en las venas. Por ello era el mejor pesquero de la costa.
Aquel viaje particular, había comenzado tranquilo y prometedor. Por las noches, Ariana se tumbaba en cubierta, mirando el cielo azul profundo, inmenso, salpicado de estrellas, que le contaban historias como a nadie más, porque nadie las conocía más que Ariana, era como si las hubiese escuchado susurrando a su oído por toda la eternidad. 
Solía cantar una canción, una melodía, en realidad, porque nunca le había conocido letra. Tan sólo sentía que la conocía desde siempre, antes incluso que su primer recuerdo. Y los marineros que la oían sonreían, porque Ariana sólo cantaba así en altamar, cuando se sentía en casa, cuando era feliz.
Aquella madrugada, la última en que se oyó la voz de la marinera en el Lucero,  las olas rompían contra el casco, el viento abrazaba las velas, y ella estaba inquieta. No había ido a dormir al camarote, sentía que se ahogaba  si no estaba en cubierta, esa noche más que nunca anhelaba espuma, sal, viento, mar.
Además, Ariana entendía los crujidos del barco y aquella noche , los maderos se quejaban como nunca. Las aguas estaban nerviosas y golpeaban la quilla como queriendo detenerla. La joven pescadora oteaba el aire, porque olía a ozono, y trataba de descubrir lo que la espuma le advertía.
Los marineros, aún tiempo después,  seguían sin explicar como, ante un panorama calmo, supo ella que debía despertar a todos, alarmada, advirtiendo de la tormenta que se avecinaba.
En pocos minutos, toda la tripulación estaba en cubierta, bien despierta, como si fuera la tarde de pesca más atareada. Pero lo cierto es que nada extraño parecía acontecer en esas horas azules.
- Niña, Ariana, dama del mar - la llamó el capitán, que era como un tritón entre aquellos marineros, y como un padre para ella - hace varios meses que no estamos en altamar, y quizás te hayas precipitado. No parece avecinarse tal tormenta, como predices.
Pero Ariana, esta vez, no lo oía. El corazón le latía con cada azote que el viento daba a las velas, la sangre se le arremolinaba al ritmo del mar. Los hombres la miraban sorprendidos, mientras se encaramaba en la proa, como un vigía abriendo paso al Lucero en las oscuras aguas.
- Tanto mar la habrá vuelto loca - susurró uno, el más joven, que siempre la había adorado, y decía a todos que Ariana pertenecía al reino de las profundidades , que no era humana .
Pero nadie se movió, ni dijo nada, aunque todos comenzaron a inquietarse.
En un minuto, fue como si el barco quedara suspendido en la cresta de una ola. El mar calló, el viento amainó, y la inconfundible quietud precedente a la tormenta los aplastó. Un rayo cortó el cielo en dos, hasta el horizonte, al tiempo que Ariana gritaba ¡a sus puestos!.
Antes de que el fulgor desapareciera, los hombres se dispersaron para aprontar el barco. La lluvia arreció, el viento se huracanó, y las olas crecían a cada romper.
El mar se había enfurecido, y había que dejarse llevar. Las órdenes se perdían en el fragor del océano, y las sacudidas tumbaban a los hombres. Pero eran pescadores, aquellos marineros habían crecido con la marea, y ni aunque toda la sal y espuma se volcara sobre sus cabezas, podía empequeñecerse el espíritu de la tripulación. 
Ariana saltaba ágilmente entre los postes asiendo las velas; las manos laboriosas se quemaban con las sogas que el viento se encaprichaba en enredar como si fueran los cabellos de una doncella.
El gran Lucero parecía una botella en el mar, azotado y a la deriva.
Los rayos cortaban el aire, iluminando fugazmente aquí y allá olas monstruosas y lluvia implacable, que lo cerraba todo como un cortinado de cristales.
Ariana se encontraba destrabando la vela principal, trepada al mástil mayor, sostenida sólo por sus piernas, blandiendo con una mano un cuchillo y con la otra tomada a la soga atascada. 
Los marineros tampoco podrían explicar luego por qué el cielo desató esa noche su furia contra ellos, en la manera en que lo hizo.
Un rayo mortal asestó el mástil, que se quebró en dos como un junco seco. Ariana apenas notó lo sucedido, cuando ya se encontraba en el mar. El caos reinó en el Lucero, y los gritos de ¡hombre al agua! apenas eran audibles.
La tormenta era implacable, había hombres atrapados por la vela caida, heridos por el poste, aferrados con las uñas a los viejos maderos de la embarcación.
La joven dama del agua sentía la sal en los ojos y la boca, el agua en todo su cuerpo, inundándolo. Era imposible bracear en la marea ofuscada de aquella noche, y ni siquiera lo intentó; se dejó llevar. No distinguía nada a su alrededor, salvo cuando otro rayo partía la oscuridad; sólo allí podía ver al Lucero errante como un cascarón de nuez.
Ariana no se sentía cansada, no tenía miedo, no se sentía Ariana. En ese momento, solo era mar, su sangre era agua, con cada bocanada perdía oxígeno y respiraba sal, y su cabello era bruma marina. No nadaba, sólo era sacudida por las olas; flotaba, se hundía, Ariana sentía la furia del mar como propia; el corazón ya no le latía, no se sentía más presa de su cuerpo, Ariana había olvidado al Lucero, ya no era humana, y quizás nunca lo había sido. Era espuma; era sal; era viento; era mar.

El Lucero sobrevivió a la tormenta; fue rescatado a la mañana siguente por otra embarcación pesquera. Toda la tripulación estaba con vida, todos menos Ariana, cuyo cuerpo nunca hallaron.
Aquella feroz y memorable tormenta pasó a ser el cuento más oido por los niños de los pueblos costeros, antes de irse a dormir, y los hombres se encomendaban desde entonces, antes de zarpar, al espíritu de la valiente Ariana.

Yo fui parte de la tripulación del Lucero. No era entonces este viejo amante de las historias de mar, si no aquél muchacho más joven.  Caí al agua en la tormenta, y me supieron muerto al hallarme. Recuerdo no haber sentido miedo en ningún momento, porque no estuve solo ni a la deriva. Ariana, que no pertenecía a este mundo, como bien yo siempre supe; Ariana, la dama del agua, la ondina de los pescadores, estuvo sosteniéndome, amarrando mi alma a mi cuerpo con un nudo infalible, mientras la tormenta arreciaba, cantándome al oído esa melodía azul, sin letra, que sólo cantaba en el mar, cuando era realmente feliz...



miércoles, 14 de septiembre de 2011

Credo

Si me dijeran que eres un ladrón, lo creería
Así explicaría que robaras mis noches apareciéndote en sueños.
Si me dijeran que eres hechicero, lo creería
Así me resignaría bajo el poder de tu mirada.
Si me dijeran que eres de otro planeta, lo creería
Solo así tendría sentido no haberte visto antes.
Si me dijeran que eres un fantasma, lo creería
Así comprendería por qué es tan difícil hallarte.
Si me dijeran que eres aquél ángel, lo creería
Así sabría como has hecho para flechar certero mi corazón
Si me dijeran que eres la muerte, lo creería
Así sólo aguardaría a que un dia vinieras por mí.
Más si me juraran que no existes más que en mis sueños
                            que tus ojos no me ven
                            que nunca has sido tú
                            que nunca te encontraré
                            que tu flecha tiene veneno
                            que vas a matarme de dolor
                                                                      Yo respondería que nunca
                                                                       dejaré de creer en este amor.

martes, 13 de septiembre de 2011

Retrospectiva

Un hombre se halla recostado en una cama de hospital, en el silencio, conectado a un montón de cables y manguerillas. El horario de visitas terminó hace apenas unos minutos. Vió a su esposa, a sus hijos y a sus nietos, y le han dicho que su viejo perro aún no se ha movido de la puerta del hospital. El hombre llora en silencio.
Entra un enfermero joven, de rostro bonachón, que ha venido ya varias veces en los últimos días, y chequea algunas cosas en las máquinas unidas a aquél hombre. Lo mira a la cara y ve los ojos vidriosos.
- Está llorando - dice- ¿siente dolor?
- Si...- responde el hombre- pero no es por lo que lloro.
-¿Y entonces por qué?
- Porque no me gustan las despedidas, nunca me han gustado.
-¿Y de qué se despide?
- De mi vida... siento que es tiempo, siento cómo me alejo..
-¿De qué se despide? - reitera el enfermero, como si buscara otra respuesta.
- ¡Ah, mi vida....! Me despido de mis tardes de niño robando nísperos a la hora de la siesta; me despido de mis confidencias de adolescente; del olor a condimento en la cocina de mi casa natal;  de mis padres en el jardín, de mis hijos, los niños a los que he dedicado todo, y a mis hijos los hombres en que se han convertido, dando sentido a lo que he sido; de mis nietos que  me han hecho vivir la infancia de nuevo, de las manos de mi esposa...
-¿Le puedo hacer otra pregunta? - el hombre  le sonríe como respuesta - ¿Qué cree que sucede con los recuerdos cuando nos vamos?
- Los recuerdos no se pierden nunca, si uno se afana en que así sea. He visto mil amaneceres con mi mujer, he olido hierba recién cortada con mis niños, he remendado ropas de joven a causa de peleas, y he robado más de un beso. He vuelto apestando a tabaco y café con mis amigos, he hablado a mis nietos de la luna y del viento de mar...Todavía huelo las páginas de mi libro preferido, siento los brazos que me rodean el cuello en los reencuentros, oigo los acordes de las canciones que han acompañado mis viajes y aun rio al recordar las bienvenidas de mi perro cada mediodía. Y todo, todo lo he compartido. Todo será recordado por alguien más.
-Pero aún deja caer lágrimas...
- Son las que me he guardado para la última despedida. He gastado lágrimas y carcajadas sin reparo. No he ahorrado nada. Por eso estoy seguro de que son las últimas.
- ¿ Qué siente, ahora mismo?
El hombre mira a los ojos al enfermero...hay algo en él...
- No estoy seguro - responde - ya le he dicho, las despedidas me ponen triste, siempre ha sido así. Pero estoy tranquilo, he tenido una vida bien vivida, lo he hecho lo mejor que pude, dejo un mundo una pizca mejor de lo que era, porque mis hijos y nietos están en él y son buenas personas. Sólo espero que mi esposa recuerde darse tiempo de ver el cielo cada noche, para que no se sienta sola..
- ¿ Tiene miedo?
El hombre vuelve a mirarlo. Cree saber quién es. Luego de un rato habla.
- ¿Debería?
- En absoluto.
- ¿Es hora?
- ¿Tiene algo más por hacer?
- Este viejo ya ha dado todo lo que tenía en vida, amigo mío.
- Eso es bueno, pero ¿se ha quedado con algo?
- Con la satisfacción de haber vivido. ¿Es hora?



El ángel toma de la mano al  hombre y juntos salen de la sala.
Afuera, un viejo perro se despierta al oír su nombre, y se va, porque su dueño ha vuelto por él....

domingo, 11 de septiembre de 2011

El escritor

Relato escrito hace varios años, como homenaje a J.R.R. Tolkien

En una época donde los libros eran privilegio de pocos, en un lugar donde la vida era muy dura, y por consiguiente, el placer de llenar el espíritu de fantasías era un lujo que nadie se molestaba ni siquiera en imaginar; en esa época, en ese lugar castigado vivía un soñador.

El joven miraba hacia afuera a través de los opacos vidrios de su casa, con unas hojas mugrientas en las manos, y un trozo afilado de carbón. Pero en el paisaje que observaba no encontraba la inspiración que necesitaba para recordar su sueño, uno que se venía repitiendo hacía varias noches, para por fin plasmarlo en un papel. Buscaba en todos los detalles... el fuego de su chimenea le insinuaba a cada momento formas caprichosas para poblar esa historia que la noche le contaba tras los párpados cerrados. Esto lo hacía sentir culpable, infantil, al pretender contar sus sueños, cuando en realidad, de no ser por estar débil físicamente, debería estar luchando fuera con sus compañeros contra las adversidades de la vida diaria, las que habían tenido que afrontar todos los aldeanos desde aquella última vez... todavía recordaba la noche en que su padre había salido en mitad de la oscuridad junto con otros padres, hermanos y amigos, con simples herramientas de campesinos, pero con un valor de reyes, a luchar contra las bestias que hacían su aparición para segar cultivos, diezmar ganados, quemar cabañas, aplastar la fe, quemar la tierra y desgarrar familias, por el solo hecho de buscar venganza. Todo había sido inútil. Esas criaturas gigantes aladas, llenas de odio, con fuego en los ojos, la boca y el alma, que regresaban después de años de tregua, habían vuelto para vengar a uno de los suyos, caído en esas tierras, pero por sola obra de la naturaleza, de la conjunción de una tormenta y un peñasco afilado, que nada tenía que ver con los aldeanos, aunque claro, ellos no lo entendían, y en sus amarillos ojos sólo reflejaban una pérdida por la que alguien debía pagar.
De pronto, el brillo apagado por el sol velado de una hoz, allá afuera, le hizo recordar algo de su sueño: una espada. Desde siempre, blandir una espada en pos de los suyos, con justicia, había sido considerado como un honor y un deber, en el corazón de su gente. Le desesperaba tener que vivir en esa lucha incoherente,  le deseperaba aún más la culpa que le producía tratar de imaginar esa historia feliz que rondaba su mente en todo momento. Pero lo peor de todo era darse cuenta que lo que en realidad debia ser cotidiano era vivir alimentandose se esas invenciones llenas de magia y dicha; lo cotidiano debía ser anhelar que los deseos podrían hacerse realidad.
  Un sueño feliz y heróico, eso había sido. Lo recordó finalmente al ver caer frente a su ventana una de las pocas flores que anunciaban el paso de la  primavera sobre la maltratada tierra que antes de aquella última vez había sido próspera y fértil. Esa frágil flor le recordaba el hilo de su sueño... se veía a sí mismo cabalgando con su cabello rizado ondeando en el límpido aire, saludando con la espada en alto a los aldeanos, a su padre, a su pueblo tibio bajo el sol de verano, los campos con nomeolvides, el bosque verde y majestuoso, su madre satisfecha,  él, volviendo triunfal, como un héroe, de derrotar a esas bestias, asegurando a los suyos la tranquilidad merecida, la paz para poder creer en sueños. Volviendo de golpe a la vida real, sintiendo que el frío se apoderaba de su cuerpo al haberse consumido el leño, supo que sentía verguenza de empeñarse en recordar la embriaguez de felicidad y satisfacción que le producía soñarse como un héroe salvador. Pensó que eso era egoísta. Pero no pudo evitar el regreso a su mente de la parte más blanca, más deseada de su fantasía, su mayor anhelo, el amor que necesitaba volver a sentir aquella tierra. Pudo ver a su flor, a su princesa, a su Tinuviel recibiéndolo, plateada como la luna, radiante como los días que él había asegurado para siempre. Con rabia se enjuagó unas lágrimas. Vió cómo, afuera, y en las esperanzas de sus coterraneos, la noche se cerraba una vez más. Vio a su madre y hermano regresar exhaustos. Acarició la idea de verlos volver dichosos y plenos, junto a su padre, y despreció el hecho de que así no fuera. Arrulló el pensamiento de ver a su adorada con una corona de flores, feliz de verlo hoy igual que ayer, y odió el hecho de que así no sucediera.
Cerró los ojos y vió su sueño, revivió la noche nefasta, extrañó a su padre, se figuró la terrible jornada de laboreos de suelo inútiles, de reconstrucciones que no daban frutos, de cansancio que habían tenido sus aldeanos, vio a su dama cansada en ese momento y se dijo a sí mismo que no podía seguir apaciguándose con sueños, que era hora de afrontar la injusticia en que se hallaban sumidos. Si, ya sabia que no era culpa de la gente haberse olvidado de idealizar su mundo, que las adversidades de la época los habían obligado a mirar sólo a sus pies, y no al cielo, pero se propuso hacer renacer en el corazón de toda su gente la esperanza, la voluntad, el honor. Se miró las manos negras de carbón y los papeles en blanco. Se imaginó a su madre regocijándose con sentir el calor de una nueva fe, a su hermano plantándose sólido frente a sus anhelos, a su pueblo volviendo a creer, a las mujeres confiando en la benevolencia de la vida, a los hombres virtuosos, intrépidos y serenos, a los niños con perspectiva y cariño a cada minuto, a los ancianos tranquilos y plenos, y a su princesa sabiéndose el sol, el aire en su vida, y tuvo el impulso de jurarse a sí mismo sobreponerse a su enfermedad, volver a trabajar a la par de todos, no dejarse caer, servir de sostén de los suyos, y brindar todo eso que había concebido.
Se sintió responsable de su decisión, y desde entonces empezó a vislumbrar su misión en el mundo, su cometido, su posición frente a la vida... y se sintió un escritor.

martes, 30 de agosto de 2011

El retrato de la noche

La noche mira la ciudad desde lo alto, desde adentro; la noche es la ciudad en ese momento.
Ve a la soledad susurrando al oído de una joven acurrucada en su cama, con los ojos abiertos escudriñando la oscuridad, hundida en ella.
Ve al amor abrazar a aquellos dos, despidiéndose hasta mañana en un beso interminable, lleno de promesas susurradas, acunados por la luna, compañera eterna de su vigilancia.
Ve al frio calar los huesos de un perro viejo, enrollado tiritando al lado de un mendigo envuelto en papel y mantas raídas, y les tiende la mano para llevarlos al mundo de los sueños, alejándolos de ella, hostil.
Ve a la voluntad sentada al lado del muchacho rodeado de textos, y el tic tac de un reloj, la frente sobre las manos, los ojos rojos dañados por la luz blanca, desafiándola a ella.
Ve a la duda asediar a la mujer que espera junto a la ventana.
Ve al arte regocijarse en los dedos movedizos que rasguean suavemente unas cuerdas.
Ve al dolor herir al hombre en cuclillas en la sala de espera.
Ve a la plenitud rozar el vientre de la madre.
Al odio hincar las garras.
A la esperanza respirar profundo.
Al miedo apretar los dientes.
A la pasión con ojos brillantes.
Ve a la ciudad latir de vida, silenciarse de muerte.
De pronto, la noche es vista. Sabe que allí, en ese cuarto, bajo la luz anaranjada, las letras que se dibujan sobre el papel hablan de ella. La han descubierto; esos ojos la ven, esos oídos la oyen, ese corazón la siente.
Y la noche se deja retratar con palabras…