domingo, 11 de septiembre de 2011

El escritor

Relato escrito hace varios años, como homenaje a J.R.R. Tolkien

En una época donde los libros eran privilegio de pocos, en un lugar donde la vida era muy dura, y por consiguiente, el placer de llenar el espíritu de fantasías era un lujo que nadie se molestaba ni siquiera en imaginar; en esa época, en ese lugar castigado vivía un soñador.

El joven miraba hacia afuera a través de los opacos vidrios de su casa, con unas hojas mugrientas en las manos, y un trozo afilado de carbón. Pero en el paisaje que observaba no encontraba la inspiración que necesitaba para recordar su sueño, uno que se venía repitiendo hacía varias noches, para por fin plasmarlo en un papel. Buscaba en todos los detalles... el fuego de su chimenea le insinuaba a cada momento formas caprichosas para poblar esa historia que la noche le contaba tras los párpados cerrados. Esto lo hacía sentir culpable, infantil, al pretender contar sus sueños, cuando en realidad, de no ser por estar débil físicamente, debería estar luchando fuera con sus compañeros contra las adversidades de la vida diaria, las que habían tenido que afrontar todos los aldeanos desde aquella última vez... todavía recordaba la noche en que su padre había salido en mitad de la oscuridad junto con otros padres, hermanos y amigos, con simples herramientas de campesinos, pero con un valor de reyes, a luchar contra las bestias que hacían su aparición para segar cultivos, diezmar ganados, quemar cabañas, aplastar la fe, quemar la tierra y desgarrar familias, por el solo hecho de buscar venganza. Todo había sido inútil. Esas criaturas gigantes aladas, llenas de odio, con fuego en los ojos, la boca y el alma, que regresaban después de años de tregua, habían vuelto para vengar a uno de los suyos, caído en esas tierras, pero por sola obra de la naturaleza, de la conjunción de una tormenta y un peñasco afilado, que nada tenía que ver con los aldeanos, aunque claro, ellos no lo entendían, y en sus amarillos ojos sólo reflejaban una pérdida por la que alguien debía pagar.
De pronto, el brillo apagado por el sol velado de una hoz, allá afuera, le hizo recordar algo de su sueño: una espada. Desde siempre, blandir una espada en pos de los suyos, con justicia, había sido considerado como un honor y un deber, en el corazón de su gente. Le desesperaba tener que vivir en esa lucha incoherente,  le deseperaba aún más la culpa que le producía tratar de imaginar esa historia feliz que rondaba su mente en todo momento. Pero lo peor de todo era darse cuenta que lo que en realidad debia ser cotidiano era vivir alimentandose se esas invenciones llenas de magia y dicha; lo cotidiano debía ser anhelar que los deseos podrían hacerse realidad.
  Un sueño feliz y heróico, eso había sido. Lo recordó finalmente al ver caer frente a su ventana una de las pocas flores que anunciaban el paso de la  primavera sobre la maltratada tierra que antes de aquella última vez había sido próspera y fértil. Esa frágil flor le recordaba el hilo de su sueño... se veía a sí mismo cabalgando con su cabello rizado ondeando en el límpido aire, saludando con la espada en alto a los aldeanos, a su padre, a su pueblo tibio bajo el sol de verano, los campos con nomeolvides, el bosque verde y majestuoso, su madre satisfecha,  él, volviendo triunfal, como un héroe, de derrotar a esas bestias, asegurando a los suyos la tranquilidad merecida, la paz para poder creer en sueños. Volviendo de golpe a la vida real, sintiendo que el frío se apoderaba de su cuerpo al haberse consumido el leño, supo que sentía verguenza de empeñarse en recordar la embriaguez de felicidad y satisfacción que le producía soñarse como un héroe salvador. Pensó que eso era egoísta. Pero no pudo evitar el regreso a su mente de la parte más blanca, más deseada de su fantasía, su mayor anhelo, el amor que necesitaba volver a sentir aquella tierra. Pudo ver a su flor, a su princesa, a su Tinuviel recibiéndolo, plateada como la luna, radiante como los días que él había asegurado para siempre. Con rabia se enjuagó unas lágrimas. Vió cómo, afuera, y en las esperanzas de sus coterraneos, la noche se cerraba una vez más. Vio a su madre y hermano regresar exhaustos. Acarició la idea de verlos volver dichosos y plenos, junto a su padre, y despreció el hecho de que así no fuera. Arrulló el pensamiento de ver a su adorada con una corona de flores, feliz de verlo hoy igual que ayer, y odió el hecho de que así no sucediera.
Cerró los ojos y vió su sueño, revivió la noche nefasta, extrañó a su padre, se figuró la terrible jornada de laboreos de suelo inútiles, de reconstrucciones que no daban frutos, de cansancio que habían tenido sus aldeanos, vio a su dama cansada en ese momento y se dijo a sí mismo que no podía seguir apaciguándose con sueños, que era hora de afrontar la injusticia en que se hallaban sumidos. Si, ya sabia que no era culpa de la gente haberse olvidado de idealizar su mundo, que las adversidades de la época los habían obligado a mirar sólo a sus pies, y no al cielo, pero se propuso hacer renacer en el corazón de toda su gente la esperanza, la voluntad, el honor. Se miró las manos negras de carbón y los papeles en blanco. Se imaginó a su madre regocijándose con sentir el calor de una nueva fe, a su hermano plantándose sólido frente a sus anhelos, a su pueblo volviendo a creer, a las mujeres confiando en la benevolencia de la vida, a los hombres virtuosos, intrépidos y serenos, a los niños con perspectiva y cariño a cada minuto, a los ancianos tranquilos y plenos, y a su princesa sabiéndose el sol, el aire en su vida, y tuvo el impulso de jurarse a sí mismo sobreponerse a su enfermedad, volver a trabajar a la par de todos, no dejarse caer, servir de sostén de los suyos, y brindar todo eso que había concebido.
Se sintió responsable de su decisión, y desde entonces empezó a vislumbrar su misión en el mundo, su cometido, su posición frente a la vida... y se sintió un escritor.

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