Dormir se había convertido en su parte preferida del día. La cita esperada con su subconsciente la mantenía ansiosa, deseando que las horas pasaran, y, cuando se detenía a pensar a la luz, se sentía una niña con un gran secreto.
El "inconsciente" es curioso- pensaba mientras se metía a la cama- sabe Dios de dónde sacará lo que teje cada noche. Es curioso.... toma algo que la conciencia desecha, y lo deja deslizar en sueños...
Cerraba los ojos, y ahí estaba. Él, en el banco del parque, bajo el farol, sentado con las manos en el regazo, el rostro en la oscuridad, a excepción de la boca y la barbilla.
Los pasos de Verónica se oían retumbando en muros invisibles, toc toc, sobre el empedrado de adoquines.
Él se estremecía cuando la oía. Su boca de labios delgados, iluminada por el farol, se torcía en una sonrisa de bienvenida cada noche.
- Quisiera conocer tu rostro - dijo ella.
- Y yo tu nombre, pero no creo que debamos intentarlo. La última vez, no dormiste en tres días, y fueron tres días solitarios, silenciosos, sin el eco de los tacos en el adoquín, sin paseo, sin vos.
- Quisiera saber que de hallarte te reconocería- insistió.
- Lo sabremos.
Caminaban sin rumbo, sin pensar, sólo poniendo un talón delante del otro, deslizándose en el camino de adoquines que se extendía a cada paso que daban. Sin muros, sin más suelo que su sendero, sin techo, sin cielo, en medio de un aire negro y quieto, hasta que llegaban a donde fueran cada noche.
Llegaban al fondo del mar del que nunca habían sabido, a la cima de la colina que coronaba un pueblo del que nunca habían oído, a la cornisa de un rascacielos en una ciudad a la que nunca habían ido. A una nube, al desierto, a la niñez; habían viajado a todos lados, a todos los tiempos. Cada noche, el banco, la sonrisa, el farol, los adoquines y un viaje. Meses iban ya. Sin rostros, sin nombres. Sólo paseos.
La noche terminaba cuando sentían el viento. Cuando se daban cuenta del viento, la conciencia ganaba la puja, y Verónica abría los ojos en su cuarto, con el reloj despertador de un lado, y su marido del otro. Él, no. Él iba al banco de la plaza.
Verónica no durmió esa noche. Trabajó hasta tarde, y al ir a acostarse, ansiosa por el viaje que la aguardaba, ya imaginando el banco y el farol con los ojos abiertos, encontró a su marido tirado en el suelo. Lo internaron de urgencia para intervenirlo.
Tras la operación, en la sala, al lado de su esposo sedado, Verónica pensó en la cita.
En la penumbra intentó dormir, pero el café, la silla, y el olor a hospital se lo hacían difícil. Y su marido que cada tanto vociferaba ¡Verónica! ¡Verónica!, sumido en los restos de la anestesia, los calmantes, el tirón de la herida y el dolor, la arrancaba de la plaza y del empedrado de adoquines. Y ella lo tranquilizaba hablándole un rato al oído y sosteniéndole las manos para que no se arrancara las agujas con los aspavientos que hacía braceando en el sopor de los medicamentos.
Durmió la noche del alta.
La plaza estaba allí, el banco, el farol, los adoquines. Pero no estaba el rostro en la penumbra, no estaba la sonrisa de labios finos. Él, no estaba.
Sobre el banco, había un papel.
Verónica caminó oyendo el toc toc sordo y hueco de sus pasos, y leyó "sé tu nombre", pero al querer tomarlo, el papel voló. No sintió viento, así que no despertó, pero la hoja se escurría cada vez que quería darle alcance. Corría más rápido que el sendero que se iba iluminando ante ella, pero más lento que el papel, que se iba, y se iba....¡No! ... toc toc toc, y el papel se iba....¡No!
- Verónica, ¿estás bien?
- Sí, si. Un mal sueño - respondió respirando agitada- ¿Te duele? ¿Necesitás algo?
- Duele, pero dejá, no pasa nada.
Verónica miró el despertador: en cinco minutos sonaría. Pero había quedado asustada con lo que había ocurrido, y no quiso volver a dormirse. Se levantó, y fue a la cocina.
Encendió el televisor para oir las noticias, como siempre, mientras bebía su café.
- ... había sufrido severos golpes que le habían desfigurado el rostro al perder el control del coche, estrellandose con la luminaria del parque, murió tras varios meses de coma.... - Verónica sacaba la cafetera del fuego, mirando de reojo la pantalla. Pobre tipo - pensó - me había olvidado del accidente. Y ayer estuve en ese hospital...
- ... sorprendió al personal al despertar por un brevísimo lapso de tiempo, en el que lo único que atinó a hacer fue escribir algo en una papel que había al lado de su cama, y luego murió.... Verónica escuchaba a la periodista apoyada en la mesada, con su taza de café humenando.
La periodista blandía el dichoso papel, una servilleta de hospital, ante la cámara - se está intentando dar con el paradero de "Verónica", puesto que es lo último que el hombre hizo en vida....
-¿Verónica? ¿Estás bien? - preguntó desde la habitación su marido, al oir la taza de café estrellarse contra el suelo ...
No soy solo esta colección de actos cotidianos, soy esto que escribo también...Por favor quiérame. (A.Dolina)
domingo, 20 de noviembre de 2011
martes, 1 de noviembre de 2011
Espuma, sal, viento y mar.
Ariana vivía en un pueblo de pescadores. Cada temporada los hombres embarcaban hacia altamar, y las mujeres quedaban en casa orando a las ondinas, a las damas de las profundidades del mar, para que otorgaran una buena pesca y un mar en calma. Los niños pedían historias de sirenas, piratas y ondinas antes de dormir, y los jóvenes declaraban su amor en la playa, con la luna de testigo y la espuma limpiando sus huellas. El pueblo todo se debía al mar.
Pero Ariana no tenía padre por quién orar, madre que le contara historias de marinos perdidos en el canto de las sirenas, enamorado que le cantara a orillas del mar, ni niños a quien contar cuentos de bruma. Lo único que tenía, lo único que necesitaba, era el mar.
Bastaba que sintiera el viento salado en la piel, el agua en los pies, para sentirse en casa. Sabía pescar, arreglar redes, nadar como una sirena, leer las estrellas, entender al viento, sentía el mar en el alma como nadie.
Por todo ello, era una de las pocas, sino la única, joven marinera de todo el poblado (sabrán que antiguamente, las mujeres no solían navegar...cosa de supersticiones).
Aquella temporada comenzó una mañana helada y límpida. Cargaron redes, provisiones, y buenos deseos, y el Lucero, que era el nombre de la embarcación, la más grande del puerto, zarpó, henchidas las velas.
Ariana se encaramó en un mástil, con los ojos cerrados, el cabello ondeante al viento, sintiendo cómo el aire marino le daba la bienvenida.
En aquellos viajes que duraban meses, todos los hombres (y Ariana) trabajaban a la par. Era un barco enorme, y su capitán mantenía la disciplina entre los tripulantes, todos ellos con el corazón de sal, con agua de mar en las venas. Por ello era el mejor pesquero de la costa.
Aquel viaje particular, había comenzado tranquilo y prometedor. Por las noches, Ariana se tumbaba en cubierta, mirando el cielo azul profundo, inmenso, salpicado de estrellas, que le contaban historias como a nadie más, porque nadie las conocía más que Ariana, era como si las hubiese escuchado susurrando a su oído por toda la eternidad.
Solía cantar una canción, una melodía, en realidad, porque nunca le había conocido letra. Tan sólo sentía que la conocía desde siempre, antes incluso que su primer recuerdo. Y los marineros que la oían sonreían, porque Ariana sólo cantaba así en altamar, cuando se sentía en casa, cuando era feliz.
Aquella madrugada, la última en que se oyó la voz de la marinera en el Lucero, las olas rompían contra el casco, el viento abrazaba las velas, y ella estaba inquieta. No había ido a dormir al camarote, sentía que se ahogaba si no estaba en cubierta, esa noche más que nunca anhelaba espuma, sal, viento, mar.Además, Ariana entendía los crujidos del barco y aquella noche , los maderos se quejaban como nunca. Las aguas estaban nerviosas y golpeaban la quilla como queriendo detenerla. La joven pescadora oteaba el aire, porque olía a ozono, y trataba de descubrir lo que la espuma le advertía.
Los marineros, aún tiempo después, seguían sin explicar como, ante un panorama calmo, supo ella que debía despertar a todos, alarmada, advirtiendo de la tormenta que se avecinaba.
En pocos minutos, toda la tripulación estaba en cubierta, bien despierta, como si fuera la tarde de pesca más atareada. Pero lo cierto es que nada extraño parecía acontecer en esas horas azules.
- Niña, Ariana, dama del mar - la llamó el capitán, que era como un tritón entre aquellos marineros, y como un padre para ella - hace varios meses que no estamos en altamar, y quizás te hayas precipitado. No parece avecinarse tal tormenta, como predices.
Pero Ariana, esta vez, no lo oía. El corazón le latía con cada azote que el viento daba a las velas, la sangre se le arremolinaba al ritmo del mar. Los hombres la miraban sorprendidos, mientras se encaramaba en la proa, como un vigía abriendo paso al Lucero en las oscuras aguas.
- Tanto mar la habrá vuelto loca - susurró uno, el más joven, que siempre la había adorado, y decía a todos que Ariana pertenecía al reino de las profundidades , que no era humana .
Pero nadie se movió, ni dijo nada, aunque todos comenzaron a inquietarse.
En un minuto, fue como si el barco quedara suspendido en la cresta de una ola. El mar calló, el viento amainó, y la inconfundible quietud precedente a la tormenta los aplastó. Un rayo cortó el cielo en dos, hasta el horizonte, al tiempo que Ariana gritaba ¡a sus puestos!.
Antes de que el fulgor desapareciera, los hombres se dispersaron para aprontar el barco. La lluvia arreció, el viento se huracanó, y las olas crecían a cada romper.
El mar se había enfurecido, y había que dejarse llevar. Las órdenes se perdían en el fragor del océano, y las sacudidas tumbaban a los hombres. Pero eran pescadores, aquellos marineros habían crecido con la marea, y ni aunque toda la sal y espuma se volcara sobre sus cabezas, podía empequeñecerse el espíritu de la tripulación.
Ariana saltaba ágilmente entre los postes asiendo las velas; las manos laboriosas se quemaban con las sogas que el viento se encaprichaba en enredar como si fueran los cabellos de una doncella.
El gran Lucero parecía una botella en el mar, azotado y a la deriva.
Los rayos cortaban el aire, iluminando fugazmente aquí y allá olas monstruosas y lluvia implacable, que lo cerraba todo como un cortinado de cristales.
Ariana se encontraba destrabando la vela principal, trepada al mástil mayor, sostenida sólo por sus piernas, blandiendo con una mano un cuchillo y con la otra tomada a la soga atascada.
Los marineros tampoco podrían explicar luego por qué el cielo desató esa noche su furia contra ellos, en la manera en que lo hizo.
Un rayo mortal asestó el mástil, que se quebró en dos como un junco seco. Ariana apenas notó lo sucedido, cuando ya se encontraba en el mar. El caos reinó en el Lucero, y los gritos de ¡hombre al agua! apenas eran audibles.
La tormenta era implacable, había hombres atrapados por la vela caida, heridos por el poste, aferrados con las uñas a los viejos maderos de la embarcación.
La joven dama del agua sentía la sal en los ojos y la boca, el agua en todo su cuerpo, inundándolo. Era imposible bracear en la marea ofuscada de aquella noche, y ni siquiera lo intentó; se dejó llevar. No distinguía nada a su alrededor, salvo cuando otro rayo partía la oscuridad; sólo allí podía ver al Lucero errante como un cascarón de nuez.
Ariana no se sentía cansada, no tenía miedo, no se sentía Ariana. En ese momento, solo era mar, su sangre era agua, con cada bocanada perdía oxígeno y respiraba sal, y su cabello era bruma marina. No nadaba, sólo era sacudida por las olas; flotaba, se hundía, Ariana sentía la furia del mar como propia; el corazón ya no le latía, no se sentía más presa de su cuerpo, Ariana había olvidado al Lucero, ya no era humana, y quizás nunca lo había sido. Era espuma; era sal; era viento; era mar.
El Lucero sobrevivió a la tormenta; fue rescatado a la mañana siguente por otra embarcación pesquera. Toda la tripulación estaba con vida, todos menos Ariana, cuyo cuerpo nunca hallaron.
Aquella feroz y memorable tormenta pasó a ser el cuento más oido por los niños de los pueblos costeros, antes de irse a dormir, y los hombres se encomendaban desde entonces, antes de zarpar, al espíritu de la valiente Ariana.
Yo fui parte de la tripulación del Lucero. No era entonces este viejo amante de las historias de mar, si no aquél muchacho más joven. Caí al agua en la tormenta, y me supieron muerto al hallarme. Recuerdo no haber sentido miedo en ningún momento, porque no estuve solo ni a la deriva. Ariana, que no pertenecía a este mundo, como bien yo siempre supe; Ariana, la dama del agua, la ondina de los pescadores, estuvo sosteniéndome, amarrando mi alma a mi cuerpo con un nudo infalible, mientras la tormenta arreciaba, cantándome al oído esa melodía azul, sin letra, que sólo cantaba en el mar, cuando era realmente feliz...
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